La elección del actual Presidente de la Corte Suprema, César San Martín, fue empañada por dos intervenciones políticas. En primer lugar, la de Rolando Souza, quién hizo una denuncia, atendible desde el punto de vista de las funciones congresales, pero altamente inoportuna, pues tenía como finalidad forzar un desenlace en la víspera de la elección interna del Poder Legislativo. Luego, como el trueno del Walhalla, vino la aún más inoportuna y desproporcionada respuesta de Mario Vargas Llosa a Souza, bajo la forma de una “Carta Abierta”.
El Premio Nobel, en el cenit de su gloria y encabezando esta aterradora cabalgata de las valquirias, señaló quién debía ser el Presidente de la Corte Suprema. La intervención de estas fuerzas externas al Poder Legislativo, en la elección interna de la Corte Suprema, pusieron en entredicho la independencia del Poder Judicial. La guerrilla de Souza era algo que podía esperarse, pues desde hace una década, la política peruana se hace arrastrando a los enemigos ante los fiscales. Pero la “Carta Abierta”, dado el calibre y el número de quienes la firmaban, era un reto social apabullante lanzado no contra Souza, sino contra los magistrados que tenían que elegir a su Presidente.
La sagacidad de los juristas romanos ya había identificado hace más de dos mil años a estos dos poderes que hoy se enfrentan en el Perú. La autoridad del prestigio social, contrapuesta al poder político actuante; la “auctoritas” versus la “potestas” romanas. El prestigio social, la “auctoritas” se desprende de la excelencia individual en las artes, las ciencias, las letras, las finanzas, el deporte, etc. Esta es la situación de Mario Vargas Llosa, cuyo excepcional talento literario le ha merecido el Premio Nobel. El no necesita un cargo público para influir sobre la vida nacional, pues tiene “auctoritas”, poder social.
Por el contrario, la “potestas”, el poder político, es transitorio: dura el tiempo del ejercicio de un cargo público. Terminado el cargo, acabado el poder; excepto si este se convierte en “auctoritas” al coincidir, en individuos excepcionales, la función pública transitoria con el coraje físico y la capacidad de penetrar el misterio de la evolución futura de la historia. Es el caso de Winston Churchill, Charles De Gaulle, Konrad Adenauer o Margaret Thatcher. A diferencia de estos estadistas, el grueso de los políticos sufren la suerte de los césares de Suetonio: son arrastrados a las orillas del Tiber y hundidos en las aguas del olvido.
Sólo hay dos regímenes donde la autoridad del prestigio social y la potestad del cargo público se fusionan. Ambos son por necesidad antidemocráticos. Se trata de la Monarquía hereditaria absoluta y del Estado totalitario moderno, sea este comunista, fascista o liberal. En estos regímenes la “auctoritas” de la elite y la “potestas” del poder político son la misma cosa. Ante esta situación, toda disensión resulta imposible.
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La revolución francesa fue el primer totalitarismo liberal. La confluencia del pensamiento de los filósofos y la acción de los políticos, generó una tiranía ideológica sanguinaria. El segundo caso ocurrió en Turquía. En 1919, Kemal Atatürk fundó el Partido Republicano del Pueblo, cuyos activistas fueron los famosos “jóvenes turcos”. Atatürk dio una constitución ultraliberal, estableció un gobierno laico, suprimió la religión, estableció el divorcio, prohibió el velo femenino, elimino el alfabeto árabe y de un empujón lanzó a Turquía hacia la modernidad. También logró demostrar que el liberalismo totalitario era posible.
Ante la resistencia generada por estos cambios, Atatürk estableció el Partido Único el 9 de setiembre de 1923. Un mes después, consolidó su gobierno liberal proclamando la república y haciéndose elegir presidente por el voto unánime de la Asamblea. Al asumir la presidencia turca bajo este régimen de partido único, Kemal Atatürk conservó simultáneamente la presidencia de país y la del partido. Los jóvenes turcos, liberales en todo excepto en el temor y el odio a sus enemigos, se volvieron totalitarios para mantener su monopolio político sobre Turquía.
De esta manera, la historia nos señala claramente los peligros que aparecen para una democracia cuando un grupo se designa a sí mismo como pedagogo exclusivo del pueblo, el cual, dicho sea de paso, no necesita de ayos.