INCERTIDUMBRE

Nadie ha podido identificar ningún movimiento definido de ideas detrás de las gigantescas manifestaciones de Egipto. Un Premio Nobel, El Baradai, se ha ofrecido para liderar al país hacia la democracia, pero las masas no lo conocen y hay quienes dicen que no tiene impronta política nacional. También se murmura que los “Hermanos Musulmanes” – la organización madre del fundamentalismo islámico mundial, fundada en 1928 -, podrían capturar el proceso de cambio iniciado por las protestas. Pero la prensa internacional y sobre todo la árabe minimizan este factor islámico y nos prometen una democracia representativa en Egipto.

Todos quieren ver lo que desean. Los consumidores de los medios de comunicación se guían por las profecías optimistas y los gobiernos extranjeros se ponen en línea con la opinión pública de sus países, exigiendo una pronta transición democrática en Egipto. Nadie quiere examinar los signos vitales del espíritu político egipcio, esto es, un nacionalismo intenso, una fuerte desconfianza respecto a Occidente, un arabismo radical, y, aunque disguste a algunos, un fundamentalismo islámico antiguo y pionero de la Yihad contra Occidente. Sea cual fuere el resultado final de la revuelta egipcia, de aquí a unos meses, estos componentes ideológicos estarán inevitablemente presentes en el desenlace final.

Egipto, un país con más de ochenta millones de habitantes, es el gran referente intelectual y político del mundo árabe. El fundamentalismo islámico moderno fue inventado en el Cairo, donde Hassan al Banna fundó la Hermandad Musulmana en 1928.  El gran intelectual de este movimiento fue Sayyid Qutb, quien escribió allí sus libros más importantes entre 1950 y 1966, en los cuales afirmaba que los modos de Occidente, así como aquellos musulmanes que los adoptaban, debían ser combatidos mediante la guerra santa, la Yihad. Y Egipto es también la cuna del nacionalismo árabe, secular, socialista, antioccidental – y en otra época pro soviético -, iniciado por el Coronel Gamal Abdul Nasser en 1952, cuyos sucesores fueron Sadat a partir de 1970 y Mubarak desde 1981.

El gran conflicto político de la sociedad egipcia es aquel que enfrenta a los seguidores del nacionalismo socialista y secular árabe contra el islamismo político, el cual es inevitablemente teológico en todas sus vertientes. En este contexto, es improbable que una tercera fuerza democrática, ajena a las mentalidades imperantes en Egipto, llegue al poder. El principal enemigo del nacionalismo secular siempre ha sido el fundamentalismo islámico, al punto que en 1966 el Coronel Nasser ordeno la ejecución de Sayyid Qutb en una prisión del Cairo. Quince años después, en 1981, Anwar El Sadat caía abatido por las balas de oficiales del ejército adictos a las doctrinas del intelectual islamista. Siendo estas las dos principales fuerzas políticas del país – con más que fundadas razones para temerse mutuamente -, el futuro gobierno de Egipto emanará inevitablemente de alguna de ellas.

Sea secular o islamista, es previsible que el próximo gobierno de Egipto cuestione la cooperación militar con los EE.UU. Esta alianza es parte fundamental del equilibrio del Medio Oriente. En 1979, al año siguiente de los acuerdos de Camp David, Egipto abandonó el panarabismo y la cooperación militar con la URSS, recuperando la península del Sinaí a cambio de firmar una paz separada con Israel y alinearse militarmente con los EE.UU. Los nacionalistas y los islamistas siempre execraron esa reversión de alianzas como una traición al mundo árabe. Hoy, en un mundo distinto de aquel de la Guerra Fría, el futuro de estos acuerdos resulta incierto, por decir lo menos.
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Finalmente, la intifada cairota que está precipitando los cambios, también llevaría a un hipotético nuevo gobierno egipcio a apoyar con mayor decisión las demandas de los movimientos políticos palestinos. Todo esto conduciría, casi inevitablemente, a un curso de colisión con Israel, ese gran baluarte de Occidente en el Mediterráneo Oriental.

 

 

 

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