Consignas, encuestas y temor

En nuestra época mediática, hiperconectada a través de la red, la psicología de las multitudes es más que nunca la presa codiciada por los intelectuales y los políticos. Ellos buscan que sus ideas e iconos capturen las mentes del hombre promedio de la masa, para así convertirlas en “normales” e incuestionables, en aquellas consignas que hay que repetir para no ser diferente a todo el mundo.
En el mundo anglo-americano, se hace una diferencia entre el intelectual, un propagandista, y el estudioso, el “scholar” o académico. El jurista norteamericano Richard Posner dice que los “intelectuales públicos”, los propagandistas, son inescrupulosos y prejuiciosos, añadiendo que careciendo de toda ética y respeto moral, son insensibles a los ultrajes públicos que ellos mismos cometen.
El historiador británico Norman Stone comparte la opinión de Posner, como también el filósofo norteamericano Robert Nozick. El economista Thomas Sowell y el historiador Paul Johnson han escrito libros altamente instructivos sobre los intelectuales, y Margaret Thatcher dice en sus memorias que los horrores de la revolución francesa fueron la consecuencia de las ideas utópicas de unos intelectuales infatuados.
Los intelectuales públicos imponen sus consignas y silencian a todo espíritu crítico adverso a sus puntos de vista, invocando el “consenso” al interior de una poderosa élite cultural y social afín a ellos; de una intelocracia iluminada, la cual sabría más de humanidad y bondad que el pueblo poco ilustrado. También se victimizan y agreden con adjetivos calificativos ofensivos a quienes discrepan de sus ideas, prefiriendo la intimidación emotiva y verbal a la persuasión racional.
Es así como el silencio de la multitud es usurpado mediante la propaganda de los intelectuales públicos, buscando imponer sus consignas a la clase política y por ende a los gobernantes. El filósofo político Anthony de Jasay ha demostrado como los gobiernos que temerosamente se someten a las exigencias de este supuesto consenso, terminan neutralizados, inactivos y sin programas.
En el Perú de hoy, recién se inicia lo que en Europa y los Estados Unidos se denomina desde hace décadas las “guerras por la cultura”, esto es, el combate sin fin entre dos visiones antagónicas sobre el futuro de la sociedad y el pensamiento que la regirá.
Las premisas libertarias del liberal-socialismo, para dominar el pensamiento de la sociedad futura, están en esta primera etapa organizadas alrededor de la promoción del aborto, del matrimonio homosexual y del abandono de toda metafísica, librando una guerra conceptual y cultural a ultranza contra la civilización preexistente, cuyos defensores se agrupan bajo los estandartes de la defensa de la vida, la familia tradicional, la moral y la existencia de Dios.
Pero en el Perú actual, ese “consenso” invocado por los intelectuales públicos liberal-socialistas no tiene cuerpo, pues las encuestas de opinión demuestran uniformemente que la mayoría de los encuestados no comparten su punto de vista.
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Consenso viene de la palabra latina “consensus”, derivada a su vez de “consentio”, con-sentimiento, sentir juntos. Los juristas romanos utilizaban el término “consensus ad ídem”, “acuerdo sobre la misma cosa”, para describir el espíritu unánime que preside la firma de un contrato.
Los antecedentes del término “consenso”, en política, se remontan al Siglo XVII, a las asambleas carismáticas de la “Sociedad Religiosa de Amigos”, los cuáqueros. Así mismo, los anabaptistas, los menonitas y los puritanos también decidían por consenso.
Cuando en un rapto de inspiración, temblor y discurso carismático, se despertaba en la asamblea religiosa un sentimiento arrasador respecto a una decisión, entonces había consenso. Así ocurrió, por ejemplo, en los procesos y la condena de las pobres niñas acusadas de brujería en Salem.
¿Quiénes son los que exigen actualmente que se acepte un supuesto “consenso”? Los separados del poder político, los intelectuales liberal-socialistas, los firmantes de cartas públicas, los activistas, entre muchos otros.
Ellos intentan persuadir al Ejecutivo y al Congreso, al poder político elegido por el pueblo, para que estos aprueben leyes que ese mismo pueblo rechaza, tal y como lo señalan claramente las encuestas. Los congresistas obedecerían a esta consigna, llevados por un temor reverencial a transgredir un indemostrable e inexistente “consenso” social.
En este primer combate de la nueva era de las guerras por la cultura en el Perú, se busca que los representantes elegidos por el pueblo voten contra las convicciones religiosas y morales de ese mismo pueblo, manipulados por la inseguridad que les produce una hipotética desaprobación de una poderosa élite intelectual y social, la cual, por lo demás, tampoco es unánime en sus sentimientos y donde algunos guardan silencio por temor a discrepar.

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2 Responses to “ “Consignas, encuestas y temor”

  1. YANUSZ MARTIN UGARTE DECADA says:

    Un gran saludo; señor Tudela es realmente un honor tener a un intelectual como usted en el Perú, con un panorama tan amplio y opinión certera y objetiva en temas de actualidad, no se si excedo la confianza soy Cap del Ejército y me gustaría contar con un breve comentario suyo para un trabajo sobre las probables guerras futuristas que podrían darse, a partir del escenario político económico actual. Al margen de ello nuevamente un saludo y mis consideraciones, muchos éxitos para Ud.

    • FT says:

      La esencia de la guerra fue definida en el Siglo XIX y consiste en imponer la voluntad de una parte a otra mediante la violencia. Hoy esto ocurre en la guerra y en la “no guerra”, ese estado intermedio en el cuál milicias irregulares, contratistas, guerrilleros, terroristas y fuerzas especiales de los servicios secretos se desenvuelven. Esto no significa que la guerra convencional esté descartada, pero en el Siglo XXI las potencias y Estados nacionales evitan la confrontación interestatal hasta donde sea posible y privilegian las acciones militares asimétricas mediante apoderados irregulares. La guerra entre potencias entonces es improbable, pero no puede descartarse en caso de verdadera crisis. En el Siglo XIX la guerra tenía dos dimensiones, tierra y mar. En el siglo XX, tres dimensiones, tierra mar y aire, al cuál debe sumarse las comunicaciones inalámbricas y el radar y sonar. En este Siglo XXI tenemos cinco dimensiones, porque hay que añadir a las tres anteriores la cibernética y el espacio. Ambas están interconectadas a través de los satélites y permiten un dominio o una información del teatro de la guerra en tiempo real. El GPS opera con 25 satélites orbitales. El internet y las comunicaciones también son satelitales. La cibernética permite atacar los sistemas operativos administrativos, energéticos, militares, financieros y de inteligencia del adversario, incluyendo los satélites. La guerra del futuro tiene un potencial tecnológico de ruptura de los sistemas sociales, de las sociedades, nunca visto en la historia humana. Finalmente, si bien es improbable que se utilice el arma nuclear, esto no es imposible, sobre todo las armas nucleares tácticas, limitadas al cambo de batalla o a las formaciones navales. Finalmente, la guerra en lo político parte de la distinción irreductible entre amigo/enemigo y es la continuación de la confrontación política por medios militares. Por eso en una era aparentemente post ideológica, las discrepancias entre las potencias siguen siendo fuertes en su lucha por controlar recursos, esferas de influencia, territorios geopolíticamente esenciales y la adhesión de sus aliados. Resumiendo: la guerra es la misma desde la cueva de Altamira hasta el Siglo XXI, pero los medios tecnológicos la hacen más precisa que núnca y socialmente devastadora. Ya no basta con vencer a las fuerzas convencionales del enemigo si su sociedad no acepta la derrota; las modalidades de conflicto armado en el Siglo XXI han llevado a suprimir la distinción entre combatiente y no combatiente, como lo vimos en Yugoslavia y lo vemos en Siria e Irak.

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