En el verano de 1973, me matriculé en la Academia Trenner, famosa por ser el viático necesario para que se abran las puertas de la Universidad Católica. Desde la primera semana, percibí que en la academia pre-universitaria había una actividad selectiva de los proselitistas marxistas de la católica. Abordado por Antonio Zapata y José Luis Rénique, alias “Ponciano”, me deje llevar por mi espíritu experimental. Asombrosamente, en no mucho más de 15 días, gracias a mis maestros y con la ayuda adicional de algún folletín de Martha Harnecker, ya podía ver el mundo con los ojos de mis directores espirituales y recitar los mantras de rigor. Era marxista y no lo podía creer. Tan incrédulo era, que lo primero que noté es que el pensamiento marxista era una maquina retórica a manivela. Peor aún, era el catecismo de una religión fácil, llena de dogmas impermeables a la realidad; de una cruel superstición con un paraíso inalcanzable: la sociedad comunista.
Del examen de ingreso, lo único que recuerdo es a Mariella Balbi sentada, cuan larga y grande es, en la primera fila con los pies sobre la carpeta, desafiante, desenfadada. Me divertía, pues estábamos en una época marcada por una cancioncilla cursi donde la cantante, con voz de niñita fronteriza, repetía hasta el hartazgo “yo soy rebelde…”. Ingresé a los terrales polvorientos de Pando, pero otros acontecimientos más importantes ya ocupaban nuestra atención. A finales de febrero, un aneurisma casi le cuesta la vida al General Juan Velasco Alvarado, el “primo” de los comunistas, pero no comunista según el General Graham Hurtado. La crisis médica fue también una crisis política, pues se planteó el grave problema de la supervivencia de la revolución sin el dictador. El 23 de Febrero, fui a la manifestación masiva de “Día de la Fraternidad” aprista y escuche a un Haya de la Torre inteligente y aún seductor, que planteaba un regreso democrático con un imposible régimen semi corporativo que incluiría a los empresarios.
La crisis de salud de Velasco imprimió una velocidad desesperada a la revolución. El país se hundía en la incertidumbre después de cinco años de dictadura militar y de caos controlado, pues, mal que bien, los generales revolucionarios no dejaban de ser militares: había orden público y no se permitían desmanes. Criticar a la revolución se penaba con la cárcel. Un aquelarre de conflictos, huelgas, paros, invasiones, tomas de local, todo generando una floración de asambleas sindicales clasistas, congresos y asambleas, confederaciones campesinas, organizaciones cooperativas, ligas agrarias, movimientos magisteriales como el SUTEP, la FENEP, la FENTEP, el frente único magisterial, los comités de defensa de la revolución, los ex guerrilleros del SINAMOS, los frentes de defensa del pueblo, además de la acción del Partido Comunista, la CGTP y la CTRP, todos instrumentos más que deseosos de la revolución, producían una sensación de salto al vacío.
Todas estas organizaciones incrementaban su agitación ante el creciente fracaso económico de la revolución militar, debido a la catastrófica gestión de los grandes medios de producción del país, todos expropiados o nacionalizados durante los cinco años anteriores, con excepción de la banca y de los medios de comunicación a quienes pronto les llegaría su turno. Ya para entonces, la moneda era un artificio político cuyo valor se desconocía y la deportación de los enemigos era cosa usual, como fue el caso de Manuel D’Ornellas Suarez, de Expreso, despojado de su nacionalidad y deportado a Buenos Aires, en donde los diplomáticos peruanos le negaban un pasaporte – su identidad -, mientras Rafael Roncagliolo usurpaba su sillón en el diario confiscado.
En la católica, consideraban al gobierno revolucionario como “reformista” y como un paso más hacia la dictadura del proletariado. La manifestación aprista fue pasada bajo silencio. Era interesante ver como el mundo marxista de la universidad tenía poca relación con la vida de la gente común en la calle. La respuesta de la dictadura a la percepción popular de un liderazgo político débil, generado por la enfermedad de Velasco, no se hizo esperar. Helan Jaworski, ex decano de ciencias sociales de la católica y alto jerarca del SINAMOS, organizó su primera mega manifestación, con la ayuda indispensable del Partido Comunista y de una CGTP extraída de la insignificancia política con fondos públicos. Todos mis compañeros de izquierda y sus profesores fueron a la “Marcha de Solidaridad con el Presidente Velasco”. Yo la vi en blanco y negro durante el noticiero. El severo y barbudo Embajador Núñez Jiménez marchaba a la cabeza de la delegación cubana y ponía cara de conquistador del Perú.
Después de la marcha para levantarle la moral al dictador, el General Leónidas Rodríguez, jefe del SINAMOS, fue a la Habana para agradecer el apoyo cubano. Después de un cálido discurso de Fidel Castro, el jerarca peruano replicó que las armas de los soldados peruanos servirían “(…) para permitir que el Perú sea un país libre, independiente, soberano y revolucionario como lo es Cuba”. La alianza peruana con el socialismo real se hacía visible, para susto de quienes habían crédulamente aceptado el engaño del “ni capitalismo ni comunismo “de Velasco. Como la revolución velasquista coincidió en el tiempo con el ambiguo socialismo del Concilio Vaticano II, los generales empezaron a comulgar los domingos, para anestesiar a la feligresía. La sinergia y la manipulación mutua, entre los generales y la jerarquía de la Iglesia de entonces, confundió definitivamente a los fieles y aumentó su temor a verse abandonados por el clero.
Pero los norteamericanos no tenían interés en el esoterismo postconciliar ni en los conciliábulos entre los obispos y los generales peruanos. Preocupados por el viraje del Perú hacia el Este, enviaron a Lima al Secretario de Estado William Rogers. El norteamericano fue despachado fríamente por Torre Tagle, sin siquiera la Declaración Conjunta de rigor, gesto extremadamente imprudente para una dictadura que ya había nacionalizado toda la propiedad norteamericana en el Perú – exceptuada la Southern -, y que terminaría de rodillas, pagando todo lo expropiado con un solo cheque inmenso, bajo los términos del acuerdo De la Flor-Greene.
Al final de ese desdichado mes, Helan Jaworski lanzó su segundo e intimidante mitin monstruoso de apoyo al dictador y a la revolución peruana. Desfilaron miles de empleados públicos y otros satélites humanos del estado, bajo el enorme estrado donde estaban el General Velasco y los jerarcas del SINAMOS, la CGTP, el Partido Comunista, Acción Popular Socialista y la Democracia Cristiana. Mis compañeros izquierdistas de la católica y sus profesores fueron otra vez a rendir sus respetos a la dictadura militar. Yo vi diez minutos del triste espectáculo en blanco y negro, apagué disgustado el viejo Philips y me fui al Haití de Miraflores. Estaba vacío.
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El punto culminante en la escalada de la confrontación creciente de los civiles contra la dictadura militar y sus aliados marxistas, se alcanzó ese año con un sensacional discurso de Fiestas Patrias del Presidente de la Sociedad Nacional de Industrias, Raymundo Duharte. Desengañado respecto a las verdaderas intenciones de Velasco, Duharte dijo a los empresarios que se habían equivocado al demorar el enfrentamiento con la dictadura: “Quizás nuestro error ha sido no coordinar esta acción desde mucho antes” sentenció, añadiendo: “Es ilógico pretender que los sectores privados apoyen voluntariamente un sistema de política económica que entraña su negación, a través de la desaparición de la propiedad y de la libre empresa (…)”. Duharte, perseguido, tuvo que pasar a la clandestinidad esa misma noche y finalmente logró escapar del Perú. Sus declaraciones fueron un verdadero episodio nacional.
El insistente Helan Jaworski Cárdenas, del SINAMOS, atacó fácilmente al Duharte perseguido con una diatriba que denostaba a la “contrarrevolución” y se felicitaba con la “acentuación” del proceso revolucionario. Ese 28 de julio, el dictador Velasco dio un amedrentador y colérico discurso de fiestas patrias, donde expuso el núcleo ideológico de la Revolución, que, en sus palabras, “supone cancelar históricamente nuestra cuádruple condición de sociedad subdesarrollada, capitalista, oligárquica y sometida a los intereses del imperialismo”. Más claro ni el agua. Exultante, el semanario Unidad, del Partido Comunista, a órdenes directas del Kremlin, aplaudió calurosamente el mensaje y afirmó que esa era la respuesta correcta “a la escalada derechista de los últimos meses”.
El veinte de julio de 1973, cumplí dieciocho años. En un semestre, a través de todos estos dramáticos acontecimientos, logré una formación política expeditiva. La universidad representaba la irrealidad ideológica, comparada con el reto que nos presentaba una revolución totalitaria en nuestro propio país y en plena guerra fría. Los diez compañeros de la clase de 1973 que nos oponíamos al socialismo marxista, no éramos ni expropiados ni víctimas de la revolución. Éramos conservadores instintivos, no doctrinarios. Nuestra visión del estado era la de la Oración Fúnebre de Pericles; no éramos otra cosa que atenienses defendiendo nuestra ciudad del ataque de una Esparta marxista, y, como los atenienses descritos por Tucidides, creíamos en la república, el mercado y la propiedad privada, como si fuesen las cosas más normales del mundo.
En el verano boreal me fui donde mi familia materna a Francia, vía Nueva York. La libertad norteamericana fue un baño lustral. Leí “El Arte de la Arquería y el Zen” de Eugen Herrigel, librito que me impresionó muchísimo e inició mi fascinación con esa escuela budista japonesa. Fui a visitar a Luis Agois a la Universidad de Columbia y allí vi a los estudiantes chilenos asustados, pues Salvador Allende había violado la Constitución y confiscaba tierras al margen de la ley. En el Hotel Gotham de la Quinta Avenida, de grandes cuartos y añosos roperos, se robaron mi única camisa presentable. Sospecho que fue una mucama griega. En las calles de Nueva York se recolectaban frenéticamente firmas para el “impeachment” de Nixon, pero observé que en esa campaña había, además de la indignación moral tan necesaria para la existencia cotidiana de los norteamericanos, el nacimiento de una nueva forma hipócrita de hacer política.
París no tenía los dorados de hoy y era una bella capital nacional recubierta con la pátina del tiempo. No se habían alcanzado aún los “treinta años gloriosos” de la reconstrucción de la postguerra, como los bautizaría posteriormente Raymond Aron en sus memorias. Los hábitos de consumo eran templados y los “bouquinistes” del Sena tenían cosas buenas a precios razonables. El cambio era de cinco francos por un dólar. Fui a ver “Belle de Jour”, una verdadera tragedia griega moderna. También vi “El Último Tango en París”, una película patética, sin arte, pensada adrede para impresionar al burgués y hacer taquilla a costa de él. Leí “Los Centuriones”, “Los Mercenarios” y “Los Pretorianos”, de Jean Larteguy, una trilogía de novelas magníficas sobre la experiencia política fracasada de los paracaidistas de la Legión Extranjera francesa en Indochina, Corea y Argelia; y sentí, no pensé, sentí, que ese horror se nos vendría encima algún día.
En Cannes tuve interminables conversaciones con mi abuelo, quien entre otras cosas me decía que yo no debía intervenir en política y que uno nunca debía abandonar su país, todo esto a raíz de la defección a Occidente de mis dos primos Berindei de Rumanía. Yo, que también venía del corazón de las tinieblas, tomaba partido por mis primos. Mi estancia europea se alargaba porque en el fondo me daba desazón regresar al Perú de Velasco. El 12 de setiembre de 1973, bajé por la Avenue Isola Bella y seguí mi camino a pie hasta “Le Café du Porto”, en la Croissette, para tomar mi desayuno en la terraza frente al mar. Tomé un diario atrapado entre dos varillas de madera y un suelto hizo saltar mi corazón: “Coup d’Etat au Chili”, Allende había sido derrocado el día anterior. Comprendí que se había iniciado el contra ciclo. Era el principio del fin para Velasco y sus “primos” marxistas. Regresé dos semanas después al Perú, a salvar mi semestre en la universidad.
Desde 1973, diez amigos defendimos la república allí donde estábamos y mucho más que la república; defendimos como mejor supimos y pudimos a nuestra civilización, realmente amenazada. Como el destino nos había colocado en un punto equidistante de la historia, ubicados en el tiempo cinco años después de 1968 y cinco años antes de 1978, estábamos solos defendiendo esa cota. No tuvimos admiración por los partidos y sus caudillos, ni mayor contacto con ellos. Desconfiábamos de su insustancialidad y los veíamos como los responsables de la catástrofe que rodeaba nuestras vidas. Cuando llegó la democracia de 1980, ninguno de los diez militó en partido alguno ni hizo política. Los alambiques ideológicos del liberalismo son muy posteriores a nosotros.
Muy interesante este artículo, me hizo recordar a mi infancia. Pero Alejando Tudela apoyó a una dictadura (claro que no de izquierda, sino de derecha) como la de Fujimori. En todo caso es buenos ser coherente y criticar todo tipo de dictaduras, vengan de donde vengan.
Toda mi vida he pensado como usted, Doctor Tudela, pero jamás se pensé en un término como conservador instintivo. He sentido mucho de lo que describe en su texto “1973” recientemente. También sentí lo que llama sentido de irrealidad de la vida universitaria en los años 90. Pero esa irrealidad era de vacío, como si toda una generación de jóvenes marcada por violencia quisiera, por fin, llevar una vida normal.
Usted describe exactamente mi sentimiento: llevar una vida normal. Ese es el ideal de la civilización.
Dr. Tudela:
Solo unas cuantas líneas por compartir sus memorias de juventud. Nací en 1972 y mi trabajo me ha llevado a recordar nombres como Luis Alberto Ratto y Helan Jaworski.
Att.
Héctor López Aréstegui
Fué una época cuyos efectos deben estudiarse para comprender la década del ochenta y luego el final de siglo.